Las palabras “matar”, “asesinar” y “degollar”, siempre se refieren a quitar la vida, dicha acción es ilícita, por lo que merece un castigo; esto es determinado en las leyes de todo el mundo y también está escrito en el libro más antiguo del planeta, “La Biblia”.
Éxodo 20:13: “No matarás”
El asesinato se ha conocido casi desde el principio de la historia humana. Debido a su desobediencia, el primer hombre, Adán, pasó a su descendencia el pecado y la muerte, con lo que, de hecho, uno de sus hijos se convirtió en un asesino.
El primer asesinato en Las Escrituras fue plasmado por la obra de Caín, primogénito de Adan y Eva, movido por un odio envidioso, asesinó a su hermano menor Abel.
Genesis 4:8: “Caín le dijo a su hermano Abel: Vamos al campo. Y cuando estaba en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató”.
Por este acto se maldijo a Caín con el destierro y llegó a convertirse en errante y fugitivo en la tierra. Dios no autorizó al hombre a administrar la pena capital como castigo por el asesinato sino hasta en tiempos de Noé.
Bajo la Ley. Siglos más tarde, a los israelitas se les dio la ley mosaica, en la que se incluía una extensa legislación sobre el acto de quitar la vida humana. Diferenciaba entre matar a alguien deliberadamente y hacerlo por accidente. Cuando alguien alegaba ser un homicida involuntario, se investigaban los siguientes factores: si odiaba a la persona muerta, si había estado al acecho de la víctima y si había usado un instrumento o cualquier otro objeto que pudiera infligir una herida mortal.
Hasta a los esclavos se les tenía que vengar si su amo los mataba a golpes. Éxodo 21:20: “Y si alguien hiere a su siervo o a su sierva con un palo, y el siervo muere bajo su mano, ciertamente será castigado”.
Mientras que a los homicidas deliberados se les castigaba con la pena de muerte y no tenían posibilidad de rescate, los homicidas involuntarios podían conservar la vida aprovechándose de la seguridad que se les ofrecía en las ciudades de refugio.