El avance tecnológico permite ver proteínas en vivo y en 3D

Suele decirse que una imagen vale más que mil palabras. Y si esto es cierto en muchos aspectos, suele ser crucial en la vida de un científico. Tal vez por eso, el Nobel de Química 2017 se adjudicó a tres científicos que lograron obtener las imágenes de más alta resolución con que se cuente hasta ahora de la maquinaria molecular de la vida: la superficie del virus del zika, proteínas que confieren resistencia a los antibióticos; engranajes que gobiernan los ritmos biológicos; moléculas que reaccionan frente a la luz en la fotosíntesis.

Estos son sólo algunos ejemplos de las cientos de biomoléculas que hoy pueden verse desde todos los ángulos y en acción gracias a la tecnología desarrollada por Richard Henderson, Jacques Dubochet y Joachim Frank, la criomicroscopía electrónica (cryo-EM, según sus siglas en inglés).

“Muchas de las técnicas de microscopía para hacer biología estructural son indirectas, mediante la difracción de rayos X, que permite deducir la estructura cristalina de las moléculas -explica Galo Soler Illia, decano del Instituto de Nanosistemas de la Universidad Nacional de San Martín e investigador del Conicet-. Pero querer analizar así la estructura funcional de una proteína es como tratar de ver cómo nada un pez observando sardinas en una lata. Lo que lograron los premiados de este año son tres avances muy potentes: mejorar los detectores del microscopio electrónico, mejorar el congelamiento con un método muy inteligente para evitar que el agua de las moléculas biológicas se cristalice, lo que deja todo como estaba funcionando, y desarrollar la capacidad de cálculo para reconstruir la imagen en 3D”.

Un universo invisible al ojo humano

Las imágenes de objetos invisibles al ojo humano son claves para entender procesos biológicos. Sin embargo, hasta ahora el mapa de la bioquímica estaba salpicado de espacios en blanco porque la tecnología disponible no permitía generar imágenes de gran parte de la maquinaria molecular de la vida, dice el comunicado de la Academia Nobel.

En la primera mitad del Siglo XX, biomoléculas como las proteínas eran una “terra incognita” para los exploradores de la biología. En los años 50, Rosalind Franklin y otros investigadores británicos utilizaron la cristalografía de rayos X para dilucidar la estructura del ADN. En los años ochenta, esta tecnología fue complementada por la resonancia magnética nuclear, que no solo revela la estructura de biomoléculas, sino también cómo se mueven e interactúan entre sí.

Sin embargo, estos métodos tenían varias limitaciones. “Biomoléculas como las proteínas de membrana son muy difícil de cristalizar y, por lo tanto, es imposible estudiarlas por rayos X -detalla via mail desde Hamburgo, Alemania, Gastón Corthey, doctor en Química por la Universidad Nacional de La Plata e investigador adjunto del Conicet en el Instituto de Nanosistemas de la UNSAM-. Por otra parte, la utilización de rayos X requiere de instalaciones gigantescas como los sincrotrones y los láseres de electrones libres con costos de miles de millones de dólares. La microscopía electrónica, en cambio, requiere de un equipo de laboratorio con costos mucho menores.”

A partir de la tecnología desarrollada por Henderson, Dubochet y Frank se pueden congelar las biomoléculas en pleno movimiento y visualizar procesos que nunca antes se habían visto. Entre 1975 y 1986, Frank desarrolló un método de procesamiento de imágenes que las fusiona para revelar su estructura tridimensional. En 1990, Henderson generó por primera vez una imagen tridimensional de una proteína a resolución atómica.

Y Dubochet descubrió cómo evitar que las moléculas se mueran cuando el agua se evapora en el vacío del microscopio electrónico: consiguió vitrificarlas enfriándola con tanta rapidez que el agua se solidifica en su forma líquida alrededor de la muestra biológica y conservan su forma natural. Con estos avances, en 2013 se logró la resolución máxima alcanzada hasta ahora en microscopía electrónica de muestras biológicas.

“Esta técnica se empezó a usar en 2000, pero nadie le creía a los datos -cuenta Fernando Goldbaum, investigador superior del Conicet en el Instituto Leloir, y próximo director del Centro de Rediseño e Ingeniería de Proteínas de la Universidad Nacional de San Martín-; a veces, usando la misma tecnología, se obtenían imágenes completamente distintas. Al principio, se empleaba más que nada para células y tejidos, pero gracias a que mejoraron muchísimo la calidad de los detectores y las técnicas matemáticas de validación de datos, hoy se llega a una resolución del 100% o 3 ångströms. La resolución de la cristalografía alcanzaba alrededor de un ångström (una diez mil millonésima parte del metro)”.