El Martirio de Ignacio de Antioquia.

Después de la sentencia dada por el emperador Trajano, Ignacio custodiado por diez soldados fue conducido a Roma, en su trayecto escribió varias epístolas de consuelo a sus amigos, los fieles en Jesucristo. Llegando a Roma, fue entregado por los soldados al gobernador junto con las cartas del Emperador, que contenían la sentencia de muerte, lo mantuvieron en prisión varios días, buscaron por medio de muchos tormentos hacerlo blasfemar el nombre de Cristo y ofrecer sacrificios a los dioses paganos, pero Ignacio no se debilitaba en su fe, y cierto día festivo de los romanos, trajeron a Ignacio y lo pusieron en medio del anfiteatro. Entonces, Ignacio, de todo su corazón, se dirigió a la multitud reunida: “A ustedes, romanos, a todos ustedes quienes han venido a ser testigos de este combate con sus propios ojos, sepan que este castigo no se me impone por mala conducta o algún crimen, sino para que vaya a Dios, a quien mucho recuerdo y a quien llegar a disfrutar es mi deseo insaciable. Pues, yo soy el grano de Dios. Molido soy por muelas de bestias para que sea hallado pan puro en Cristo, quien es el pan de vida para mí. Que ninguna cosa visible ni invisible se me oponga por envidia a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz y manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos, descoyuntamiento; de miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo”. Enseguida, dos espantosos y hambrientos leones fueron soltados hacia él, de sus fosos, instantáneamente lo despedazaron y devoraron, sin dejar casi nada, ni de sus huesos. Y así durmió feliz en el Señor este fiel mártir de Jesucristo en el año 111 d. C.