La experiencia de Myoung-Hee en un campo de prisioneros

Ya han pasado cuatro décadas, pero Myoung-Hee aún es capaz de ver a su padre entrando a trompicones en su casa. Estaba pálido y débil, posiblemente muy enfermo. Hacía gestos para indicar que quería hablar desesperadamente. La madre de Myoung-Hee envió a la muchacha a su habitación. Entonces su padre se vino abajo. Lloraba tan fuerte que Myoung-Hee temía que los vecinos llamaran a la policía. Su madre lo empujó hacia el cuarto de baño y cerró la puerta con pestillo. “Debe de haber muerto alguien”, pensó para sí. Estaba en lo cierto. El hermano menor de su padre había sido brutalmente ejecutado debido a su fe.

Myoung-Hee no presenció la ejecución, pero pronto supo que no había sido el único al que habían matado. Ejecutaron a más de diez personas por pertenecer a Cristo. La hicieron partícipe del secreto familiar: la mayoría de ellos eran cristianos. Sin embargo, había oído claramente el mensaje del Gobierno de que las amenazas contra las autoridades no serían toleradas. Se dio cuenta de que la responsable de la muerte de su tío y los demás era la religión. Sabía que sus parientes eran cristianos, pero no quiso tener nada que ver con su fe. “Quería que la vida volviera a la normalidad. Así que me centré en mis estudios. En mi tiempo libre leía muchas traducciones de libros rusos. Conseguía los libros en la biblioteca local. Leo Tolstoi me gustaba especialmente. Por entonces no sabía que él era en realidad cristiano”.

Lo que sus profesores no consiguieron, lo hicieron los autores rusos. Cambiaron su visión del mundo. Parecía que la vida fuera de Corea del Norte era muy diferente. No obstante, sabía que era mejor no preguntarle a nadie. Cada vez desaparecía más gente a la que ella conocía. Habían recibido el “tratamiento especial”. “Quería irme de Corea del Norte. El estado norcoreano me dio la oportunidad de ir a China con un programa subvencionado para estudiantes, pero lo rechacé. Ir al extranjero bajo el abrigo del estado significaría que me vigilarían y controlarían estrictamente. No. Si quería irme, tendría que hacerlo por mí misma sin decírselo a nadie”.

En algún momento después de terminar el instituto fue a la frontera china, cruzó a nado el río y dejó atrás su patria. Caminó tierra adentro hasta que llegó a una aldea. Cuando le preguntan por sus experiencias allí, es reacia a compartirlas. Pero los hechos cuentan la historia. “Fui capturada por traficantes de personas y vendida a un agricultor chino. No era tan malo como la mayoría de chinos que compran mujeres norcoreanas. Tuve un hijo con él. Pero aun así… pensaba que no podría sentirme nunca como en casa con esta familia”.

Primera vez en la iglesia

Su suegra también vivía con Myoung-Hee y su esposo chino. “Tenía un comportamiento sospechoso. Algunos días se iba sin decir adónde, así que una noche decidí seguirla. Fue un largo camino hasta llegar a un lugar donde se estaba celebrando una especie de reunión. La llamé y naturalmente se sorprendió mucho al verme. Pero aun así me invitaron a participar. Pronto me di cuenta de que era una reunión cristiana, lo que me hizo sentirme incómoda, porque en mi país siempre había estado contra el cristianismo. La curiosidad ganó al miedo y decidí quedarme. En realidad, quería saber más sobre Dios”.

Su conversión como seguidora de Jesús fue paulatina. Continuó asistiendo a las reuniones con su suegra y creció en fe y conocimiento. Después de algún tiempo sintió el deseo de comunicarle a su familia en Corea del Norte que se había convertido al cristianismo. Su familia china, posiblemente menos ingenua que ella, no quería dejarla partir, pero al final ella impuso su decisión.

Un poder invisible en la prisión norcoreana

Cruzar la frontera salió horriblemente mal. Fue arrestada casi de inmediato por una patrulla militar y enviada a una prisión del distrito. A Myoung-Hee le resulta difícil dar detalles sobre estos hechos. “Cuando vi cómo nos trataban a los otros prisioneros y a mí, como si no fuéramos humanos, renuncié a la vida. Me estremecía con frecuencia en la prisión y pensaba que nunca más volvería a ver a mi familia terrenal”.

Después de algún tiempo empezó a notar algo diferente. “Algo se agitaba en mi corazón y era imposible de resistir, como un poder invisible. Lo sentía cada vez que quería perder la esperanza. Ese poder era Dios mismo. Estaba conmigo y no quería que tirase la toalla”.

Myoung-Hee repetía versículos de la Biblia que había memorizado, especialmente los versículos 6 y 7 del Salmo 62. “Y entonces le pedí a Dios misericordia. Tan solo quería una oportunidad para reunirme con mi familia y alabar a Dios junto a ellos”.

Tras unos meses en el campo, los guardias de la prisión averiguaron su origen familiar y, como es costumbre en Corea del Norte, fue transferida a un campo de prisioneros más cercano a su ciudad natal. Este campo contaba con menos vigilancia. “Me lo tomé como una señal de Dios para intentar escapar. Sabía que me protegería. Una noche, los guardias estaban borrachos y no habían cerrado con llave la puerta del barracón. Me escabullí y salí corriendo por la entrada. ¡El corazón me palpitaba muy rápido! No paré de correr hasta que llegué a una señal que indicaba el camino hacia mi ciudad”.

Alabando a Dios junto a su familia

Pudo reunirse con su familia. “Fue la experiencia más feliz de mi vida. Estábamos muy contentos de volver a vernos y alabar a Dios por primera vez juntos como familia. Más tarde, también asistí a pequeñas reuniones de otras familias cristianas. Poco a poco me di cuenta de que Dios me había guiado en cada paso del camino. Tenía un propósito para cada experiencia, sin importar lo doloroso que fuera. Todo ocurrió para prepararme para compartir el Evangelio a las personas perdidas en Corea del Norte y China. Especialmente a la siguiente generación. Por eso decidí que tenía que volver con mi familia china. Mi esposo y mi hijo tenían que oír también el Evangelio. Fue un viaje peligroso. Podía ser arrestada de nuevo y castigada duramente. Pero nadie podía destruir mi pasión por Cristo”.

Myoung-Hee llegó a salvo a China gracias a la gente que la ayudó durante el proceso. “Realmente fueron las manos de Dios para protegerme y guiarme en mi camino. Ojalá más gente pudiera tener la bendición que yo recibí a través de ellos”.

Myoung-Hee, que tiene más de 40 años, su esposo e hijo, ambos convertidos ahora, están en Corea del Sur. Son más felices que nunca y sirven a Dios apoyando la misión norcoreana. “Nunca olvidaré mi infancia. Hay muchos padres cristianos en Corea del Norte que no pueden compartir su fe con sus hijos. Me rompe el corazón. Yo también fui víctima de eso. Pero gracias a las oraciones de la gente encontré a Dios. Y gracias también a las oraciones de mi suegra sobreviví en la prisión. La historia de mi vida da testimonio del poder de la oración. Espero que sea un llamado a todos los hermanos en Cristo para que, juntos en oración, Dios derrame su gracia y justicia en mi país”.